martes, 13 de marzo de 2007

EL ARTE DE LOS MUERTOS

EL ARTE DE LOS MUERTOS



Por Fernando Ureña Rib



Anualmente el país invierte importantes sumas de dinero en promover sus artistas fallecidos. Exposiciones pictóricas colectivas, internacionales e itinerantes de nuestros maestros muertos se presentan en las grandes capitales del mundo. Se piensa que de esta manera se honraría su memoria y se abriría campo al arte dominicano actual y a las generaciones emergentes.

Se incurre en esa acción porque reconocen que el arte dominicano tiene escasa significación y cotización en los mercados internacionales del arte. Cotización que corre muy por debajo de las que alcanzan los maestros del arte cubano, el puertorriqueño y haitiano cuyas obras se mueven entre cifras astronómicas.

Parece que se cumple con el deseo que nuestros maestros abrigaron en vida, quienes abogaron porque se le prestara atención a su trabajo y se invirtiera en establecerles internacionalmente. Y sin embargo, la gran mayoría de esos pintores nacionales vivieron y murieron en la indigencia. Esto hace que la presencia del arte dominicano en los museos internacionales sea tan exigua, y cuando se habla de arte latinoamericano apenas se nos mencione.

El problema fundamental de esa tarea es que los artistas fallecidos no pueden defender su obra. Otros tienen que hacerlo. Y eso carece de la misma credibilidad, repercusión y arrastre. Es triste decir que el arte de los fallecidos llegó a donde pudo haber llegado, cerró su ciclo vital. Porque el ágil mundo del arte se mueve y se promueve a través de los medios de comunicación. Y esta es una realidad contra la cual no podríamos hacer nada, sin importar lo enjundioso que fuese el capital invertido.

Los artistas vivos sí pueden y deben defender su obra. Asisten a entrevistas, visitan otras exposiciones, conversan en directo con curadores, galeristas y personas claves de la sociedad en que se presentan y allí refuerzan alianzas con los círculos económicos y de poder.

Tenemos maestros vivientes y sumamente capaces de servir como portavoces de nuestros valores culturales. Estos deberían ser la punta de lanza que abra camino en el mercado internacional. Bastaría mencionar nombres como los de Ada Balcácer, Domingo Liz, Fernando Peña Defilló, José Rincón Mora, Ramón Oviedo y otros entre los cuales se me incluye. Maestros como Guillo Pérez y Cándido Bidó han promovido su obra con recursos propios y sin ayuda oficial alguna. En tanto, los gobiernos miran estos esfuerzos como un negocio personal. El error consiste en que la obra de arte no es simplemente un bien de consumo, es un bien cultural. Hasta que no adquiramos consciencia de ese hecho trataremos el arte como un producto que nada tiene que ver con nuestra identidad esencial, con lo que somos como pueblo.

Cada año, la República Dominicana debería invertir en promover internacionalmente uno de sus valores nacionales. Lanzar un icono. Deberían realizarse exposiciones individuales o retrospectivas bien curadas. Las exposiciones colectivas, lamentablemente, no funcionan en la memoria colectiva. La diversidad visual confunde y hace que se pierda el impacto. Si no se pueden poner a sonar simultáneamente y en la misma sala de conciertos a Mozart, Bethoven y a Gluck, así no se deberían hacer esas exposiciones colectivas que son un muestrario flojo, una especie de arroz con mango.


Se debe elegir un tipo de imagen, un carácter, una personalidad e insistir en esa durante todo un año en las capitales claves del mundo. Al año siguiente el maestro sería otro. Estas exposiciones pueden ser auspiciadas de manera conjunta por instituciones como la Secretaría de Estado de Cultura, la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, las cámaras dominicanas de comercio y sus contrapartes en el exterior. Como es preciso que participen las instituciones dominicanas en el exterior, se deben incluir las asociaciones dominicanas de comerciantes y de profesionales de los países huéspedes. Ellos formarían la base de esta acción internacional.

En ese orden, el gobierno debería publicar anualmente un libro consistente y pleno de imágenes de uno de sus artistas principales. ¿Cómo se explica que nuestra bibliografía pictórica sea tan escasa? ¿Cómo se justifica que el Estado haya invertido tan poco en la publicación de libros de arte? ¿Qué invierte el Estado dominicano en la compra de valores reales como son las obras de arte? Si se compara este renglón con lo que el Estado gasta en cortinas y decoración nos damos cuenta de que estamos muy lejos del corte.

Debemos reconocer que el nuestro es un caso muy distinto al de los países que ya desde hace siglos coleccionan las obras de sus maestros. En esos lugares ellos tienen una plaza asegurada en el mercado internacional del arte y sus museos proclaman la herencia cultural legada por sus pintores fallecidos.

El punto final es que no debemos esperar a que nuestros pintores y maestros se mueran para empezar a promoverlos en el exterior. Eso es una estupidez, es inútil y no funciona. Que el estado y las instituciones culturales nacionales no pierdan un minuto más. Que se ocupen, primero, en invertir adquiriendo obras de arte dominicanas, y en promover el arte de los maestros dominicanos vivos. Porque esos maestros vivos son los que pueden abrir el camino para las generaciones venideras.

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